Vuelve el amor

 

¿Viste esas tardes de otoño, cuando después de una tormenta aparecen los primeros rayos de sol y todo cambia de color? Así es la sensación, Martín. Es cierto, sí, que estoy un poco angustiado porque no me quiero mandar una macana. Pero te juro que esto surgió sin que yo lo buscara. Tal vez sea una prueba que me preparó el destino: la última oportunidad para cambiar mi vida. Y tengo que aprovecharla.

Estos días son de gloria, rejuvenecí, pero es una felicidad escondida. No sé cómo manejar el enamoramiento. Te lo cuento a vos para aliviarme, me hace bien. Pero por favor, mantené el secreto.   

Si pudiera me quedaría en el trabajo las veinticuatro horas. Que me pongan a limpiar los pisos, los baños, clasificar la basura, lo que sea. Puedo ocuparme de lo que nadie quiere hacer, para no tener que irme. Lo único que deseo es estar cerca de Marcela. Todo el tiempo. Verla en su escritorio, encontrarla en la fotocopiadora, compartir el ascensor. Como ayer, que subimos los dos hasta el séptimo piso, solos. No sé como pude controlarme para no arrancarle las carpetas de un manotazo y abrazarla, darle un beso, morderle la boca. Si se hubiera cortado la luz justo en ese momento, Martín, era para morirse ahí mismo, encerrado con ella hasta el último minuto. Eso quisiera: partir al infierno desde sus brazos.

Y odio volver a casa. A las deudas, al calefón que se apaga, al inodoro que pierde, la humedad de las paredes, las peleas de los chicos. ¿Qué vida es esa?

—José, dejá los problemas en la oficina —me dice la Gringa apenas llego. Y sí, con mi cara de culo, que va a decir—. No sabés lo cansada que estoy, me pasé todo el día fregando.

—La carne, José, ya no se puede comprar, otra vez aumentó, cuatrocientos pesos las costeletas, trescientos ochenta los bifes… ¡y el tomate! Carísimo, vos vieras, los peritas que ya ni gusto tienen, encima verdes. Y las frutas, imposibles. Ah, te cuento que otra vez se rompió la canilla, se hizo una laguna en el patio, andá a ver, se nos va a arruinar el césped. Por favor ponete las pilas y arreglala. Si no, dejame que lo llame a Jiménez, así de paso le digo que mire el inodoro —. Y sigue con esa sarasa, todos los días. Y yo, enredado con  Marcelita.

—Prestame atención, José, que la maestra del Robertito mandó una nota, mañana tenemos que ir a la escuela, otra vez problemas de conducta. Pobrecito, le dió una trompada al Pulga, que bien merecida la tenía. Le dijo gordo fofo. ¿Te das cuenta? Le están haciendo buyin en el grado, con el esfuerzo que hace el nene para comer menos. ¡Y la yegua esa que no mueve un dedo! Tenemos que ir y ponerle los puntos, José. Y vos no te quedés callado como siempre. Esa mosquita muerta se hace la linda y no puede manejar a cuatro pibes. Las maestras de ahora no sirven para nada. Voy a llamar a la radio, ya vas a ver. A la nena de la Sonia le pasaba lo mismo y hasta que no llamó al programa de Luis Mino no le dieron ni cinco de pelota. Todo esto es por tu culpa, José, que no hacés nada por la casa, mientras una se desloma. No sé dónde tenés la cabeza, parece que lo único que te interesa es ese trabajo de mierda. ¿Cuándo vas a agarrar alguna changa? A ver si traés algo de plata, por lo menos.

Y yo le digo: —Pará, cortala, que estoy nervioso. Tuve un mal día —, y ni ganas de prepararme un mate o de ponerme a ver la tele me dan. Pienso en escaparme.

—Y la nena, José, todo el día con el telefonito, con los jueguitos, las selfies, las redes y el chat. Andá a saber lo que hace encerrada en la pieza: a mí no me escucha. No me ayuda en la casa, no se le puede pedir ni un favor. Andá y hablale. Hacé algo. Trabajá de padre. Conmigo no quiere saber nada. Con  las cosas que pasan, me da miedo, hay muchos degenerados —. Entonces, cuando ya no aguanto más, me doy vuelta y me rajo. Me voy con Marcelita a la costanera.

Me siento en cualquier banco: me gusta ver cuando la luna sale sobre la laguna. Disfruto de los últimos pájaros, de los colores del atardecer, del aire fresco, del canto de las chicharras y las ranas. Contemplo la canoa de un pescador y lo envidio. Ese sí que no tiene problemas. Me gusta escuchar el programa de escritores de Radio Cultura ahí mismo, en la orilla.  Ese momento es como si Marcelita estuviera acurrucada en mi hombro, compartiendo la música y las palabras de los poetas. Yo no sabía que algún día me interesaría por la poesía, Martín. Es maravilloso. Ya escribí más de diez poemas. Al amor, al cuerpo de Marcela, a sus ojos y a los sueños. Los tengo guardados en la oficina, lejos de la Gringa y de la canilla que pierde.

¿A vos te gustan las poesías? ¿Te pusiste a pensar alguna vez qué es la distancia? ¿Qué es la lluvia? ¿Qué es la ausencia? Una pequeña muerte, un vacío en el alma: eso es. Ausencia es cada hora sin Marcela. La poesía es libertad, es aire, es música. Un beso robado en el ascensor, secreto y eterno. Es el vestido de Marcela, tirado al borde de la cama. Es un bretel de la solera roja, flojo sobre sus brazos finos. Son sus tobillos. El cuello, la cintura y las piernas. El pelo, las pestañas y los labios. El lugar donde termina la pollera. El sabor de su piel. Lo que oculta su ropa.

Escuchá: hoy le llevé las facturas de las compras para que las pase en el sistema, y la rocé un poquito en el brazo cuando se las di. Lo hice a propósito, para darle una señal. Dejé la mano apoyada más de lo necesario. Me quedó un tatuaje invisible tallado por su perfume. Y ella se dio cuenta, me parece. Me miró y se quedó inmóvil. Ningún reproche. Sonrió, y recién entonces la dejé de tocar.

—¿Cómo andás, Gonzalez? —me dijo. Dicen que las canas son atractivas para las mujeres. Y este corte nuevo que me hice, seguro que no le pasó desapercibido. Se interesó por mí porque me tuteó. Es cierto que me nombró por el apellido, pero eso es porque las minas saben llevar el ritmo de una relación. Ellas administran la trama a fuego lento.

Y esta noche me voy a acostar con este estigma bien cerca de mi nariz, para que Marcelita me acompañe en los sueños con su fragancia. Voy a deslizar mi mano por su espalda, sin apuro, por debajo del camisón. Le soltaré el corpiño y subiré hasta el cuello, hasta el lugar en donde nacen esos pelitos suaves y casi rubios de la nuca. Y mi caricia bajará por el costado, en cámara lenta, sin pedir permiso, conquistando cada centímetro. Hasta ese momento en que la Gringa se despierta y me dice:

—Viejo, no jodás. Estoy muy cansada. Date vuelta y dejame dormir.

 

Publicado en la antología SADE Santa Fe 2020

 

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