La última noche


El Negro comprende que le llegó la hora. El gusto agrio se le escapa por el costado de la boca y, como un río, se desliza a lo largo del pecho. El rastro rojizo moja la tierra suelta, se hunde hacia el costado del camino y se enreda en las totoras. Una alfombra amarronada crece donde el cuerpo yace, en el fondo cuarteado de la cuneta. La oscuridad y el pajonal encubren la escena.

Si alguien me socorriera, piensa el Negro. Tenía tantos planes, hoy mismo, más temprano. Pero se emperró con la Grisel. Ahora está mal herido y la noche invernal congela las horas: es difícil que transite alguien por el camino que lleva a la laguna. Aún si logra aguantar hasta las seis y cuarto, el horario en que don Wolf pasa con la chata, debería rogar para que el viejo lo vea y que intente socorrerlo.

Entonces advierte que entre los pensamientos nublados se le escurre el coraje. No se lo permite. Se sacude a don Wolf y a su propia cobardía, y se afirma en una convicción: no invocará la protección divina. No se mentirá: ha visto a otros con las mismas heridas y sabe cómo terminará el suceso. Lo afrontará a lo macho.

Apenas puede respirar, las tripas arden con el aire y los músculos no responden, pero en cuanto mantenga la conciencia no dejará escapar un gemido. Él nunca aflojó, ni cuando cayó su hermano —lo emboscaron en las vías—, ni cuando la mala tarde le tocó al tata en la guardia, en la esquina del comité. No llorará en su último momento, aunque nadie contemple su agonía. Morirá con los huevos bien puestos, malevo hasta la exhalación final.

El Negro, el temido y respetado Negro, aprieta los dientes y repasa las postales de su gloria. El que se animaba a enfrentarlo ponía en riesgo la vida, todos le bajaban la vista. Los cagones se cruzaban de vereda. Los tibios reculaban lejos, si lo veían venir. Pero esta noche le llegó la hora. Por esa perra, la Grisel. ¿Será que siempre hay una puta cuando se sella el destino de los poderosos?

Alguna vez imaginó que la vida se rige por un libreto preestablecido. Alguien (un dios del cielo o un habitante del fuego inextinguible) determinó, desde antes de que naciera, que él sería el malo. El más fuerte. Imaginó otra muerte: en un entrevero. Sería el día en que llegara uno más guapo, más diestro y más joven. Necesitaría las tres cualidades para vencerlo. Pero el autor de su guión tramó un final ridículo. En una balanza infame contrapesó su pasado y dibujó esta deshonra para determinar el equilibrio. Trata de levantarse, pero los huesos no responden.

Las hormigas escalan desde el barro y atraviesan viejas cicatrices, en busca del volcán. La telaraña en relieve, tallada en su cuerpo, certifica hasta donde se jugó para atender el servicio de don Alejo. El jefe lo reconocía, y ese fue su orgullo. Elogiaba su lealtad, su discreción, y la bravura. El Negro siempre fue al frente, el primero en cumplir a rajatabla, cada una de las órdenes del viejo. A veces le confiaba sus problemas, y hasta le pedía consejos. El Negro sabía escuchar: en los peores momentos el silencio es elocuente, entre quienes bien se aprecian.

En un afloje que amaga desinflarle los pulmones se le cruza un pensamiento: tal vez ya esté muerto. Ha cesado el temblequeo que corría por la espalda. Puede ver terrones de cielo a través de los largos tallos resecos. No hay luna ni nubes. Las estrellas pintan con claridades minúsculas el negro profundo del suburbio ¡Cuántas veces acompañaron su soledad en este mismo camino! Quisiera memorizar el color de cada una, contemplarlas en un silencio eterno, hasta sentir como lo ilumina la sabiduría, para poder desentrañar el mensaje que nunca supo leer.

Maldito hembraje, sonríe: se descuidó y se dejó llevar. Si era inevitable. Si la Grisel iba a ser suya, como las otras. ¿Tenía que actuar a lo loco, sin tomar precauciones? ¿Cuántos esperaban para verlo caer en un error? Si sólo había que saber esperar, con la paciencia de los gatos. Porque cuando él se metejoneaba con una, le bastaba con rondarle un poco. Las locas caían mansitas, entregadas a su porte, su figura recia, su fama. La galantería estaba de más.

 Pero la turra de la Grisel resultó distinta. La belleza satánicamente angelical. Mirada lánguida, cintura delicada, caderas fuertes y redondas, naricita respingada. Los dientes blancos, la boca perfecta, las tetas firmes. Y ese pelo rubio, suave y brilloso. Al verla se le erizaban los pelos en la nuca. Adivinaba el perfume de esa piel nueva y una pasión intensa, animal, lo obnubilaba.

¿Qué sentido tiene perder la vida por esa pendeja?, se lamenta. La atracción carnal y el deseo imperioso por poseerla, desataron la ceguera y prepararon la estocada. El Negro huele la muerte, la saborea en la espuma rosada, casi transparente, que brota arrastrando el aliento.

Tal vez no estaba escrito. Quizás hay una ruleta que gira alrededor de los actos: alguna vez se detiene en un cuadrante engañoso y la bola acierta el número fatal. Un dolor profundo recorre el cuerpo. La respiración cavernosa anticipa el estertor. 

Al expirar revive el último recuerdo, ese momento en el que descubrió a la Grisel en la chacra de los Gerometto. Cruzó la ruta encandilado, ladrando como un perro boludo de jardín, babeando como cachorro. Nadie se percató: el camión lo agarró al medio y lo tiró al zanjón. Voló unos cuatro metros, mientras Grisel, distante, corría hacia el gallinero como si hubiera olfateado una comadreja. 

 



Publicado en la antología "Palabras aladas" - 2018

Publicado en "Los ensueños de los dioses numerados" - 2019

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